Nada más colgar el teléfono a Richard le asaltó una sensación extraña, como una inquietud que quisiera avisarle de que no había tomado la decisión correcta. No se lo había pensado mucho antes de renunciar a la plaza de profesor en el Caltech (Instituto de Tecnología de California), que le acababan de ofrecer. Después de toda su vida viviendo en el noreste de Estados Unidos –había estudiado en el MIT (Masachussets Institut of Technology), en la Universidad de Princeton y en la de Cornell- la idea de irse a la otra punta del país no le parecía para nada tentadora. Además, el trabajo que ya había aceptado en el Instituto de Estudios Avanzados le parecía mejor y no le obligaba a mudarse tan lejos de su familia y amigos.
A pesar de ello, sentía que se le había hecho como un nudo en el estómago. Y el desasosiego hacía que su mente siguiera repasando una y otra vez los motivos por los que había rechazado aquella oferta. Le habían intentado vender las mil maravillas de trabajar en el Caltech, pero para él no eran más que promesas vacías. Le habían prometido que trabajaría con los mejores científicos del mundo pero, aunque no pretendía menospreciar a nadie, sabía que quedándose donde estaba trabajaría a menudo con Albert Einstein. Y también, mostrando un buen conocimiento de su carácter, le habían hablado del Sol, el buen tiempo e incluso las fiestas californianas; que nada tienen a envidiar al frío invierno y los bochornosos días de verano que le esperaban. Pero nada de eso era suficiente para él. Sorprendentemente, lo único que realmente podría motivarle a aceptar la oferta se lo habían comentado de pasada, casi escondiéndoselo, y era la obligateriedad de dar clases.
Richard era de los que disfrutaban igual, o incluso más, dando clases e investigando. Las clases le ayudaban a sentirse útil durante sus épocas menos productivas, y sus alumnos le servían de fuente de inspiración. Precisamente en aquel momento se sentía científicamente bloqueado. Algo que le sucedía a menudo después de realizar un trabajo del que se enorgulleciera especialmente, como fue el caso de los diagramas que hoy llevan su nombre, Feynman, que un año antes, 1948, había presentado.
La verdad es que no era para menos; había conseguido plasmar en un diagrama sencillísimo algunos de los principios fundamentales de la mecánica cuántica. En dichos diagramas se representa el movimiento de las partículas subatómicas en el espacio y en el tiempo y el resultado de las interacciones entre ellas. Por ejemplo, se puede representar como un electrón viajando en línea recta cambia su dirección al emitir una partícula de luz –fotón–. Richard no había incidido demasiado en las matemáticas implicadas, pero los diagramas resultaron ceñirse tan bien a los resultados experimentales que fueron ampliamente aceptados. Una de las características que más pareció convencer a otros especialistas es que mantienen la simetría espacio-temporal; es decir, cuando se invierten las direcciones de las partículas en el espacio y en el tiempo siguen siendo correctos.
Richard era consciente de que esta capacidad de simplificar los conceptos enrevesados era una de sus mejores virtudes. Obviamente, no pretendía restar importancia a todas sus contribuciones en la electrodinámica cuántica ni a otras ramas de la física, pero sabía que los avances científicos eran la suma del trabajo de muchos profesionales y que, de no haber existido él, más tarde o temprano algún otro científico hubiera hecho su trabajo. En cambio, contribuciones como aquellos diagramas que no aportan nueva información científica, pero son increíblemente útiles, sin su ingenio nunca hubieran sido inventados. Veía en esos diagramas mucho más que interacciones entre partículas. Veía el poder de la simplificación, una herramienta indispensable para enseñar ciencia, hacerla más comprensible y motivar a los estudiantes.
Richard opinaba que era esencial compartir el conocimiento para llegar a disfrutarlo plenamente. Era de los pocos científicos conscientes de que existía un temor social a la ciencia debido a su complejidad, y sabía que más gente se interesaría si se exponía de manera más comprensible. También era consciente que más interés público se traduce a más inversiones, más científicos, más investigaciones y consecuentemente más avances. Una sociedad bien educada científicamente implica un aumento de la calidad de vida tanto a nivel individual como colectivo. Y el punto de partida para conseguirlo es la mejora de la educación científica. Se dio cuenta entonces de que estaba eludiendo su responsabilidad, ya que era perfectamente conocedor de sus habilidades para la pedagogía.
Todas estas reflexiones pasaron por la cabeza de Richard en los pocos segundos que hacía que había colgado el teléfono. Y casi sin darse cuenta, volvió a cogerlo. Tan solo necesitó marcar el número de teléfono del Caltech para que aquella sensación extraña tan desagradable que le había asaltado desapareciera para siempre.
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